Con Lalo Barrubia hablamos de los hijos, de su hijo de 20 años, que vivió con ella en Suecia durante diez años (Lalo partió a Europa tras la crisis uruguaya de 2001) y ahora volvió a Montevideo, acaso presa de una suerte de crisis identitaria nacional. Hablamos del Uruguay, sin hablar del todo del Uruguay. Ese modo en el que se crean sobreentendidos, con nombres de lugares, de personas, cosas así. Como si hablar de eso, del país, fuese una forma de habitarlo, de hacerlo palabra, que es a fin de cuenta la única forma en que lo habitamos.
Llegamos al Monumento a la Bandera –es la primera en ese breve tour que parte del hotel República, que al ver de lejos los fastos de la torre y el propileo exclamará “fascismo”– y recuerdo que fue uno de los primeros lugares de Rosario que visitamos con mi madre y mi hermana en 1975. Que era mi madre, cuando aún vivíamos en Paysandú, la que advertía, ante un viaje a Concepción del Uruguay, que en Argentina había que andar con cuidado porque eran “muy respetuosos” de la bandera. En ese “respetuosos” yo escuchaba un dejo de condena: la condena de una mujer de izquierda que ve en el chauvinismo ajeno un signo de fanatismo. Le cuento a Lalo que al lado de la llama votiva que hay en el propileo me emocioné mucho la vez que llevé a mi hijo a un desfile por el Día de la Bandera y recordé a mi generación argentina, la que fue a Malvinas. Le cuento que a la larga uno termina presa de ese gesto de desempolvarse de los hombros la desdicha progresista de los padres que no hallaron sus banderas.
Con Niels Frank nos sentamos la primera tarde en Pasaporte y charlamos de todo un poco. En un momento hablamos de los idiomas, de lo difícil que resulta el danés y su traducción. Recuerdo que acaso Freud había aprendido español para leer el Quijote y el danés para leer a Kierkegaard (el sábado, durante la fiesta del Festival, menciono el intercambio a un amigo que enseguida me responde con una carcajada y reafirma su idea de que la invitación de extranjeros por lo general lleva a que se sucedan esas conversaciones ridículas). Le digo a Niels que mi conocimiento de Kierkegaard, como el que tienen muchos de mi generación, se reduce a la lectura argumentativa que hizo Borges, una lectura que teje ficciones con las tramas del pensador danés. Para mi sorpresa, Niels me dice que encuentra difícil traducir a Kierkegaard, sobre todo, traducir su tono irónico permanente. Me cuenta que en su época Kierkegaard era tenido por ridículo en Copenhague, por su forma de vestir, por su prédica interminable en las plazas y calles de la ciudad, por su pelea eterna contra Hans Christian Andersen, su contemporáneo. Me dice que sin embargo, no hay hoy día una plaza que lleve su nombre. Respondo: “¿De modo que Kierkegaard construyó su obra predicando en las calles?” No sé si es mi inglés o qué, pero no se entiende. O acaso no se entiende porque es una conclusión, una interpretación, no una pregunta. Pero la distancia que encuentro entre ese ser ridículo, vestido con algo así como unos pescadores decimonónicos y un sombrero, que predica su personal Jesus en Copenhague, y las páginas de Temor y temblor que leí con devoción y recogimiento en 1984, es un abismo que acabo de sortear en esa charla.
Con Nicole Brossard también llegamos hasta el Monumento (“Fascism”, exclamó) a través del pasaje Lola Mora (se sorprendió de que una mujer realizara semejantes esculturas). Le señalo la catedral a un costado, la municipalidad al otro y, allá, al fondo, la nave monumental que recuerda el primer izamiento de la bandera. Le digo, poniéndome ridículo (no como Kierkegaard, pero quién sabe), que el catolicismo argentino está también interferido por esa gesta civil sobre la que también pesa una liturgia, una iconografía. Ya en el Monumento señalo las imágenes, los escudos, las estatuas, y observo que el fascismo, por lo menos el de la arquitectura alemana, del que vi muchas fotos, difícilmente abunde en tantas imágenes. La caminata sigue por el paseo ribereño, donde hablamos de Canadá: me dice que en la embajada en Buenos Aires hay un retrato de la reina de Inglaterra, que es ni más ni menos la jefa de estado de Canadá. “Did you know that?”, me pregunta Nicole. Claro que no.
Hablamos luego del hacer poesía, de los tiempos que vivimos, de las cosas que han mutado. Me dice, en unas líneas de diálogo que apenas retengo y quisiera reproducir por completo, que hoy día todos comparten, en términos de lenguaje, el “present tense” de los poetas, lo que vuelve el oficio poético más difícil y extemporáneo.
Hoy encontré con grata sorpresa una breve crónica personal del Festival en el blog de Corina.
Richard Gwyn, detrás: Carlos Pardo y Juan Dicent, y Niels Frank en la entrada del CCBR, el viernes 23 al caer la tarde.
De arriba a abajo: Frank, Barrubia flanqueada por Dicent y Damián Ríos, Brossard y yo (que leo los poemas de Gwyn, o de Frank). Fotos de Giselle Marino. Moi, en el Monumento a la Bandera. Foto de Nicole Brossard.
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