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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

viernes, 2 de septiembre de 2011

despertaba dentro de un sueño (1)

"All that we see or seem/ Is but a dream within a dream.".
Edgar Allan Poe, "A dream within a dream"  

Despertaba dentro de un sueño. Eso lo angustiaba. O acaso lo angustiaba el hecho de que sus sueños eran demasiado estúpidos como para ingresar en la categoría sueño-dentro-de-un-sueño. Soñaba con animales pequeños, inofensivos. Por ejemplo, una vez había soñado que lo despertaban las uñas de un cuis en sus pies desnudos. El cuis parecía haber estado hablando antes de que él se despertara (en el sueño, se entiende). Cuando al fin notaba el cuis allá, al pie de sus pies, veía que llevaba puestos unos lentes de sol. Eran unos buenos lentes, marca Infinit (se daba cuenta por los rombitos que tenían en la parte delantera del armazón). Y el cuis hablaba y gesticualaba, decía que era amigo del intendente Miguel Lifschitz y esto lo ponía eufórico, así que alzaba sus manitos y las hacía girar en el aire mientras pronunciaba "Lifschitz" (que sonaba a "lisyiz"), y decía "Miguel": "Porque Miguel me dijo", o "Porque Miguel es así". Y él, siempre sentado en algo que podía ser una cama, o una sofá, o una reposera, miraba al cuis y se daba cuenta de que esos lentes no estaban preparados para la cara del cuis y que en cualquier momento podían caerse. Y en efecto, eso sucedía. De repente las manitos chocaban contra una de las patillas y los lentes resbalaban de la cara del cuis, a la que le hacía falta una nariz en la que encajar el marco, y los anteojos volaban y caían al piso, que estaba mucho más abajo que el cuis y que sus piernas. Y aunque sabía (lo sabía en el sueño) que los lentes hoy día no se rompen tan fácilmente, éstos se hacían añicos contra el piso (donde sea que estuviera). Y el cuis le enseñaba entonces su cara ramplona de cuis, que de pronto comenzaba a desencajarse en una mueca de tristeza. Entonces él pensaba que esos lentes eran todo para ese cuis, que incluso el hecho de que hablase tenía que ver con los lentes. Pensaba cuánto le habrían costado y lo difícil que debió haber sido para un pequeño cuis reunir el dinero suficiente como para comprarse unos lentes Infinit, que ahora estaban allá, en la oscura nada del piso del sueño, hechos trizas. Todo lo extraño y solitario del mundo del cuis se le hizo presente en esa cara del cuis sin los lentes, que lo miraba ya desanimado de humanidad mientras en el aire se apagaba el último eco de un "Miguel".
Entonces despertaba.
Había intentado una vez contarle esos sueños a su mujer. Lo había hecho con el sueño del cuis. Pero su esposa, que tenía un grado en Psicología por la Universidad de Rosario, lo había observado risueña y le había preguntado si no sería algo que lo angustiaba en relación con su trabajo en la Municipalidad.
A él no sólo le parecía que no había ninguna relación con su trabajo, sino que notaba que había sido un error comunicarle el sueño a su mujer: ahora, además de cargar con el estigma de ser un tipo angustiado, con un trabajo de poca monta, llevaba el de ser un tipo insignificante cuya angustia se medía con la estampita de un cuis que usaba gafas de sol.
Incluso había sucedido que una noche, al despertar en medio de la madrugada de un sobresalto, despertó también a su esposa. Y a la mañana siguiente, mientras él preparaba unos mates, su mujer le había preguntado si otra vez había soñado "con la ardilla".
¿Qué ardilla?, había respondido él, aunque ya sabía a qué se refería, sólo quería demorar, darse un tiempo mientras hacía la pregunta estúpida para masticar algún tipo de respuesta que diluyera ese error que se multiplicaba.
"La ardilla con lentes, la que era amiga del intendente", le decía su esposa. Pero de la boca de él sólo salía: "No era una ardilla, era un cuis". Y se preguntaba por qué no podía soñar con un león, un mastín, un dragón, un canguro al menos. Por qué la angustia, que vinculaba con esas imágenes ridículas del cuis con sus lentes oscuros, no provenía de alguna visión más digna de dolor: su padre muerto que le hacía señas desde el espejo o su abuela materna despertando de la muerte en sus brazos.

En otra oportunidad había soñado que uno de los sapos del jardín de su casa, que indistintamente llamaban Chucho y Verdolaga, lo despertaba en la cama con los festejos habituales de un perro: saltaba alrededor de sus pies, se paraba en dos patas y apoyaba las manos contra sus pijamas. Él observaba al sapo con una mezcla de asombro y alegría. Pero entonces su esposa gritaba desde la cocina que debía deshacer las valijas (como suele suceder en los sueños, o en su recuerdo, las situaciones mutan de forma repentina, como si el sueño improvisara): había valijas en la pieza de un viaje reciente, del que él despertaba en ese momento; lo que explicaba, según el razonamiento que hizo dentro del sueño mismo, la alegría del sapo al recibirlo.
Pero el grito de su esposa, desde la cocina, puso en funcionamiento –siempre en las circunstancias del sueño– un terrible fastidio y un mecanismo generado por el rencor (pensó que su esposa era insensible a ese momento de recogimiento, de sosiego, posterior al viaje, que no había suficiente espacio para sí, para lo que él pretendía de ese estar en la casa, que siempre estaba todo bien cuando salían de viaje y gastaban montañas de dinero en pavadas, pero que las mañanas con el mate y la radio de fondo, ahí en la casa, eran indiferentes para toda la familia, salvo para él, que observaba con tristeza ese paisaje). Y reaccionó de la peor manera: levantó las valijas de las sillas donde dejaban la ropa en uso y comenzó a tirarlas con estruendo en el piso para abrirlas luego. Y así estuvo, según recordaba la escena en el sueño, arrojando maletas como si el vieje del que había vuelto hubiera sido una mudanza. 
Entonces caía en la cuenta de que ya no veía al sapo. En el piso de la pieza había un desparramo considerable de maletas (incluso había más maletas de las que había en la casa: podía ver, o recordar, bolsos y valijas que había usado en la infancia y la juventud). Miraba fijamente la maleta con rueditas, la más rígida y pesada, que parecía hundida en el parquet, y sabía que ahí abajo yacía el sapo, que antes festejaba su regreso, aplastado y muerto, con sus manitos ya inmóviles y su alegría sepultada bajo el peso de la valija.
Pensaba (lo pensaba en el sueño, antes de despertar definitivamente) que ahora todo era irremediable y que podía identificar con precisión el momento, la chispa que había disparado su ira, y que ese reconocimiento le enseñaba también un límite turbio: el que separaba al hombre que creía ser del que lo avergonzaba. 


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