Y otra vez me despertaba el movimiento de un animal pequeño y peludo contra mi cuerpo, en la cama. Tardé en darme cuenta de qué animal se trataba. Como si sólo fuera perceptible por la presión contra mis costillas pero no por la vista. Sentía la filosa cosquilla de los pelos duros en la piel, a través de la camiseta, el calor de ese cuerpo pequeño contra el mío, pero me costaba hallarlo entre las sábanas y las mantas. O se trataba, como lo señalé antes, de una improvisación del sueño, como si eso que en mí sueña, llamémosle la conciencia del sueño en el sueño, preparase la imagen mientras yo la buscaba; había una idea básica, pero sólo estaba preparado hasta ese momento la expectativa, una expectativa sensorial hecha de incomodidad y repulsión.
Al fin lo encontraba, era una rata. Pero claro, dicho así, por fuera del sueño, parece una pesadilla, parece algo repugnante. Es que no era cualquier rata, sino una, de juguete (un chasco, creo), con la que mi hija se había encariñado y dormí con ella cuando era más pequeña. Una rata negra del tamaño de un ratón grande, con su cola dura, de plástico, y unos ojos rojos que alrededor de los tres o cuatro años mi hija usaba como muñeco y llevaba en un cochecito de bebés de juguete, dormía con ella, etcétera. Bien, pero la rata ahora estaba viva y, pese a que considerado desde la vigilia la situación podía parecer espantosa, en el sueño yo entendía perfectamente de qué se trataba. Me causaba cierta sorpresa que el bicho estuviese vivo, pero comprendía que lo que la rata buscaba era el mismo tipo de calor y compañía que le ofrecía mi hija, de modo que, como si al acariciar o abrazar la rata estuviese transfiriendo de alguna manera cariño a mi hija, la retenía contra mí.
Pero entonces llegaba mi esposa y yo pensaba que no iba a entender la situación y, peor, que cuando viera la rata en la cama amaría un escándalo. En ese momento pensaba: claro,esto es un sueño, y como si la rata se hubiese dado cuenta de lo que sucedía y se apurara a aprovechar sus últimos segundos de existencia en el sueño, se apuraba a subirse a mi cabeza y saludaba a mi esposa con sus manitos negras. Ella se asustaba y me llamaba a los gritos por mi nombre y, claro, despertaba definitivamente con la voz de mi esposa, que me llamaba, en efecto, por mi nombre para despertarme porque me había dormido, o porque sonaba el despertador.
Ese día, sin llegar a revisar entre los canastos de juguetes, busqué con la mirada a ver si veía la rata, pero nada. Luego me asaltó la idea ridícula de que el sueño venía a decirme algo sobre el amor a todo ser vivo, y la necesidad de retener aquellos objetos que pertenecieron a un momento feliz, sorpresivo, entrañable (mi hija, aferrada a esa rata de juguete en ese sinsaber de la infancia). Me sentía un san Francisco de pacotilla con aquellos sentimientos de amor absurdos por una rata soñada, pero no podía dejar de “acariciarlos”, de reconocerlos cercanos y así se me empañaba la percepción de las cosas cotidianas con una tristeza en cuyo origen estaba ese bicho acurrucado contra mí en la cama.
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