¡Tienen que leer esta novela! Empieza así: «Es importante que los
primeros años de tu hijo sean años de pobreza familiar, como los
primeros años de cualquiera. Con el correr del tiempo, la situación
se afianza (o no) pero, sea cual sea el caso, esos primeros años
deben ser de austeridad: así la vida empieza desde el principio».
Leo Ferro, el protagonista, piensa eso. Tiene una hija con Isabel,
van a separarse, y ha hecho planes para comprarse un auto, un Taunus
modelo 81 que vende un tal Robles en algún paraje rural entre Santa
Fe y San Jorge. La ciudad, sí, es Santa Fe, aunque es tanto Santa fe
como una ciudad, es decir: largos recorridos en colectivo, gente
anónima, cosas vastas que preexisten al universo familiar y cercano,
límites y suburbios hacia los cuatro puntos cardinales, barrios
donde la misma ciudad respira su “otra cosa”.
La novela se llama Tambor de
arranque, es una novela corta o
nouvelle, pero hay que
ser claro: es una novela, lo que sucede allí se ha erigido como un
mundo dentro del mundo. Ni la Santa Fe del relato es del todo la
Santa Fe que conocemos, sino la de Leo Ferro, Isabel o Nacho. Ni
siquiera la época en que transcurre la historia, con la computadora
y los celulares, es el presente de nuestras computadoras y celulares,
sino otra, patnada de cierto anacronismo. Ni siquiera es seguro,
forzando la figura, que se trate de la Santa Fe donde nació
Francisco Bitar, su autor, en 1981.
De
hecho, Bitar presentó Tambor de arranque
al concurso de novelas cortas Ciudad de Rosario, que organiza la
Editorial
Municipal de Rosario y que este año lanzó las dos primeras de
una serie ya magnífica junto con El mosto y la queresa,
de Mario Castells.
Tambor de arranque es
excepcional por muchos motivos. El más notorio es que su autor no
teme declarar lo que le sucede a sus personajes, como en la cita del
principio y, sobre todo, porque no teme al viejo lema de la novela:
hay ahí una historia, con un auto, una pareja, una ciudad, y el
lenguaje –los recursos y las palabras escogidas para narrarla–
rara vez compite con ella, a lo sumo la inquieta, es decir, nos
inquieta como lectores. Las palabras, como en la máxima piadosa,
“son mensajeras”: vienen a hablarnos de ese suceso que es la
historia de un matrimonio de clase media al borde de la disolución.
Y su disolución es un discreto apocalipsis, porque hay allí, en la
trama, en la escritura que organizó ese apocalipsis en escenas, en
retazos, un mundo tal como la literatura concibe los mundos: un
sistema de signos a ser descifrados, un sentido.
Yo leí
en Tambor de arranque
algo así como un eco de las novelas de Sergio
Delgado antes que el de otros santafesinos célebres. Y no porque
las narrativas de Delgado y Bitar se parezcan: la de Delgado es de
algún modo autorreferencial la mayoría de las veces, la de Bitar
–como sus poemas de Negativos–,
está deslumbrada por algo del “afuera”, una exterioridad que
exige escritura, interpretación, al modo en que podría pensarlo,
digamos, un místico que ve las cosas desde el umbral de la Piedad.
Pero tanto Delgado como Bitar habitan en sus relatos la misma intriga
por algo que se engrandece cuanto más cercano se vuelve: ya sea la
experiencia de manejar un auto y el recuerdo de un motor V8 que el
padre le enseñó en la infancia, o la idea de que hay que empujar
una pareja haciendo planes, prsoperando, ya sea con hijos, con perros
o con autos.
Addenda: «comprendés con creciente entusiasmo/ que cada ciudad tiene su propia música, su propio acento,/ el movimiento –la velocidad al cubrir las distancias–/ aparece como un asunto importante en este sentido:/ no son lo mismo capitales y provincias/ el centro y los suburbios/ el derrumbe de estos últimos años/ el estado actual del observador:/ todo es un matiz al lado de la sordera del viaje». De Negativos, Francisco Bitar, El niño Stanton, Buenos Aires, 2007.
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