Antes de que se realizaran las
elecciones presidenciales que en Brasil dejaron a Jair Bolsonaro a unos pasos
de ganar en primera vuelta, el domingo pasado, el filósofo Vladimir Safatle
(quien reside hace décadas en ese país y es autor, entre otros libros, de “La
izquierda que no teme decir su nombre”) señalaba
que los brasileños vivían una suerte de guerra civil de baja
intensidad. “Si pensamos en la situación económica, Brasil nunca sufrió un
ajuste neoliberal muy fuerte –les dijo a Diego Sztulwark y Diego Valeriano en
una entrevista que puede escucharse en LoboSuelto.com–, por ejemplo, en este
país de los cuatro mayores bancos, dos son públicos; de las cuatro mayores
empresas, dos son públicas, hay más de cincuenta universidades públicas,
tenemos un servicio de salud que es universal y gratuito para 200 millones de
personas, y los neoliberales dicen que eso es una aberración, y la única
posibilidad de un ajuste neoliberal en Brasil es de una manera violenta”.
Cuando sucedía esa conversación
Bolsonaro apenas arañaba el 30 por ciento de intención de votos. Ya entonces
Safatle advertía que la posibilidad de que el candidato de ultraderecha llagara
al poder anticipaba la militarización de un conflicto que tiene en la mira a
los sectores más vulnerables y a los trabajadores. Con los resultados de la
primera vuelta de los comicios el panorama no resulta nada alentador. Paulo
Guedes, quien será ministro de Economía de Bolsonaro, fue también quien
rediseñó la imagen del ex militar y la acomodó para que fuese digerible en los
mercados (que festejaron el resultado de la primera vuelta), propone
privatizaciones y una timba financiera que Brasil no vio siquiera en sus años
de dictadura, entre 1964 y 1985.
Santiago O’Donnell, cuyo padre fue un
influyente sociólogo que estudió y vivió en Brasil, traza una genealogía que llega hasta
el dormitorio de un hogar brasileño: “Sólo una larga historia de racismo, de
clasismo, de misoginia, de homofobia, explica el desplazamiento del Partido de
los Trabajadores, ese que en 12 años sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza,
y la proscripción de su líder Lula. Una historia, como la Argentina, quizás
más, plagada de violencias, injusticias, miedos y autoritarismos pequeños y
grandes, del patrón de hacienda en el nordeste a su campesino descendiente de
esclavo, del minero en Amazonia al aborigen ancestral, del capataz en el Minas
Gerais al “boia fría” recién llegado, del dueño de fábrica en San Pablo al peón
explotado, del nuevo rico en Río de Janeiro a su vecino afavelado, del yuppie
financista al sin tierra, del burócrata al sin techo, del policía al travesti,
del marido golpeador a la madre castigada, del pequeño comerciante al que no
tiene para comprarle, de los que lincharon al migrante venezolano el mes pasado
y los que no hicieron nada para impedirlo. Odios, abusos, humillaciones que
demasiados ignoran o toleran, por conveniencia, miedo o comodidad”, escribió en
MedioExtremo.com.
Un análisis de las elecciones en
Brasil publicada el domingo pasado en
el Washington Post que apoda a Bolsonaro “El Trump del Trópico”
y lo caracteriza como un conservador militarista que se mantuvo casi dos
décadas en el congreso brasileño gracias al apoyo de los sectores más
marginales de la política. Con el diario del lunes puede verse que esas
esquirlas perdidas de la derecha, más una enorme masa que votó contra el
sistema político, le dieron un capital que arrasó con partidos tradicionales
como el de Henrique Cardoso, que inauguró la democracia brasileña en 1985.
El perfil del Washington post también
señala que Bolsonaro se conectó con sus seguidores a través de las redes
sociales –de hecho, fue ínfima la publicidad que tuvo en grandes medios como O
Globo, y compara (porque el periódico estadounidense busca los parecidos con
Donald Trump): “En agosto, el hijo de Bolsonaro –Eduardo Bolsonaro, quien opera
como apoderado político del mismo modo que lo hacía el hijo mayor de Trump– tuiteó
una fotografía desde Nueva York junto con el ex asesor de Trump Steve Bannon
–uno de los abanderados de la derecha blanca supremacista de Estados Unidos,
quien regenteó uno de los sitios que más contribuyó a la campaña republicana
difundiendo noticias falsas que sembraron de odio y terror la elección:
Breitbart.com.
En su tuit, el hijo de Bolsonaro
–legislador que obtuvo uno de los mayores caudales de votos en San Pablo el
domingo pasado– expresó en inglés: “Fue un placer conocer a Steve Bannon, el estratega
de la campaña presidencial de Donald Trump”. Y agregó: “Tuvimos una gran
conversación y compartimos nuestra visión del mundo. Me dijo que es un
entusiasta de la campaña de Bolsonaro y estamos en contacto para unir fuerzas,
en especial contra el marxismo cultural”.
El parecido de la campaña de
Bolsonaro y Trump no se limita sólo al uso de redes, también abundaron las
noticias falsas –se difundieron videos falsos que mostraban fraude en las urnas
electrónicas durante la votación, además de fake news durante toda la campaña:
desde las que aseguraban que si ganaba el PT se llevarían los niños a China,
Rusia o donde sea que habitan los monstruos para la asustadiza burguesía
brasileña, hasta denuncias de monumentales robos a manos de gángsters del PT.
Pero el examen de estos restos
tampoco explica el abrumador triunfo de Bolsonaro.
Washington, compañero de esta
redacción, quien estaba en un barrio seguro de Río de Janeiro durante las
elecciones, a metros de la casa-búnker de campaña de Bolsonaro, vio no sólo a
blancos adinerados festejar el resultado que hasta entrada la noche del domingo
parecía colocar a Bolsonaro en el palacio de Planalto en primera vuelta. Allí
también había gente de clase media y personal doméstico que lo había atendido
en el hotel. En la euforia se leía –por parte de esos pobres enfiestados– el
entusiasmo por haber vencido de algún modo a un sistema político al que
acusaban de todos sus males.
Con Bolsonaro también se termina
–como sucedió con Trump o el Brexit– el discurso de la corrección política. En
su extensa crónica desde Río de
Janeiro para revista Crisis, Mario Santucho, quien se refiere a un
golpe dentro de un golpe, recogió este comentario “Bolsonaro es tosco y no mide
sus palabras, pero es el único de los candidatos a presidente que parece ser
auténtico. Dice sin pelos en la lengua lo que las personas hablan a escondidas”.
Termina esas líneas, luego de describir el proceso electoral que puso a
Bolsonaro a centímetros de la presidencia, preguntándose “de qué se habla
cuando se habla de democracia”.
Ninguno de esos análisis, los mismos
que sirven para examinar los restos del desastre, omiten que las elecciones se
hicieron en el marco de un golpe político que sacó de la presidencia a Dilma en
2016, que el presidente actual –uno de los mandatarios con menor apoyo de la
historia, apenas un 5 por ciento– era, ni más ni menos, el vicepresidente de
Dilma Rousseff, y que un golpe judicial perpetrado por el juez federal Sergio
Moro puso preso al principal candidato del país, Lula Da Silva, basado en la
convicción de que el ex presidente habría cometido un delito, pero sin prueba
alguna.
Hay un momento de la crónica de
Santucho en la que el narrador se adentra en Ciudad de Dios, la favela de Río
famosa por su retrato en el cine. Allí, guiado por dirigentes de izquierda, el
periodista escribe: “Cuando le pregunto cómo ve la batalla presidencial, dice
que los gobiernos del PT fueron los mejores que vivió pero las mejorías fueron
migajas y no cambió nada realmente. Recuerda cuando en 2006 trajeron a Lula. ‘Miles
de personas aquí adentro, desbordaba, tuvimos que cortar la avenida, había
mucha esperanza’. El balance que trasmite es durísimo: ‘A mi me parece que Lula
terminó siendo como el capataz bueno de la Casa Grande, que le tiraba migajas a
la senzala’“.
Brasil tiene unos 210 millones de
habitantes, más de cinco veces la cantidad de Argentina, y un territorio que
casi la cuatriplica. El PSL (Partido Social Liberal), conservador y derechista,
fue desde su fundación en 1994, una agrupación marginal, Bolsonaro desembarcó
en ese partido este mismo año, es el noveno partido al que se asocia desde que
comenzara su carrera política como concejal en 1989. El impulso que le dio
Bolsonaro al PSL en estas elecciones –dejando totalmente fuera de combate a
fuerzas históricas de la democracia, como el Partido de la Social Democracia
Brasileña (PSDB), al que pertenece Geraldo Alckmin, candidato del establishment
y mimado de los grandes medios que no llegó ni al 5 por ciento en los comicios
del domingo– hizo que personajes antes identificados como el lumpenaje
alcanzaran cifras de votos y cargos políticos que dejarían a cualquiera
pasmado, como Alexandre Frota, ex actor porno (y sí, ese es su apellido), quien
fue uno de los diputados más votados de San Pablo, autodefinido como
de extrema derecha y enrolado en los que se llama Escuela sin Partido, una
agrupación antipolítica que militó el juicio político a Dilma hace dos años.
Frota debió afrontar juicios que le pusieron Chico Buarque y Gilberto Gil por
daño moral y, cuando Bolsonaro le dio su apoyo este año a través de un video en
YouTube (esa red y WhatsApp fueron lo más usado por el PSL durante la campaña),
lo propuso también como ministro de Cultura.
Esa,
que es a todas luces una provocación, define lo que Bolsonaro sabe que se
espera de él. Un candidato capaz de meter bala y hacer de esa violencia un
testimonio explícito de su ideología, que no es otra que el porno: la
satisfacción de una necesidad a través de una fantasía de lo real.
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