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martes, 9 de octubre de 2018

la alegría ya no es brasileña

Antes de que se realizaran las elecciones presidenciales que en Brasil dejaron a Jair Bolsonaro a unos pasos de ganar en primera vuelta, el domingo pasado, el filósofo Vladimir Safatle (quien reside hace décadas en ese país y es autor, entre otros libros, de “La izquierda que no teme decir su nombre”) señalaba que los brasileños vivían una suerte de guerra civil de baja intensidad. “Si pensamos en la situación económica, Brasil nunca sufrió un ajuste neoliberal muy fuerte –les dijo a Diego Sztulwark y Diego Valeriano en una entrevista que puede escucharse en LoboSuelto.com–, por ejemplo, en este país de los cuatro mayores bancos, dos son públicos; de las cuatro mayores empresas, dos son públicas, hay más de cincuenta universidades públicas, tenemos un servicio de salud que es universal y gratuito para 200 millones de personas, y los neoliberales dicen que eso es una aberración, y la única posibilidad de un ajuste neoliberal en Brasil es de una manera violenta”.
Cuando sucedía esa conversación Bolsonaro apenas arañaba el 30 por ciento de intención de votos. Ya entonces Safatle advertía que la posibilidad de que el candidato de ultraderecha llagara al poder anticipaba la militarización de un conflicto que tiene en la mira a los sectores más vulnerables y a los trabajadores. Con los resultados de la primera vuelta de los comicios el panorama no resulta nada alentador. Paulo Guedes, quien será ministro de Economía de Bolsonaro, fue también quien rediseñó la imagen del ex militar y la acomodó para que fuese digerible en los mercados (que festejaron el resultado de la primera vuelta), propone privatizaciones y una timba financiera que Brasil no vio siquiera en sus años de dictadura, entre 1964 y 1985.
La trama que el domingo dejó a Bolsonaro 17 puntos por encima del candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad, no debería tomar por sorpresa a ningún analista. Examinar la inmensa derrota que todo esto significa es como examinar los restos de una catástrofe. Imaginemos un accidente aéreo en el que se busca el desencadenante de la caída. En medio de los escombros hay historias de vida, desde un juguete a un vestido de fiesta que saltó de una valija despanzurrada, y allá, junto a los pedazos de una turbina, el detalle en la mampostería chamuscada que terminó con doscientas o trescientas personas muertas. En el derribo de ese avión llamado Brasil hay varios “restos” para analizar; los errores del PT: desde el “mensalão” (el escándolo por el que denunciaron al PT por pago de salarios a cambio de leyes en 2005) al Lava Jato, que aún hoy salpica a políticos y empresarios de primer orden en el país y cuyo colofón es la prisión de Lula, principal candidato que no pudo ir a elecciones, pasando por las medidas de ajuste que minaron la popularidad de Dilma Rousseff en 2016, más allá de la feroz campaña mediática en su contra y el dato real del récord de 61.619 homicidios que registró el país ese año (la tasa más alta del mundo: 169 diarios y 7 por hora), en medio de la mayor recesión que se conociera en décadas.
Santiago O’Donnell, cuyo padre fue un influyente sociólogo que estudió y vivió en Brasil, traza una genealogía que llega hasta el dormitorio de un hogar brasileño: “Sólo una larga historia de racismo, de clasismo, de misoginia, de homofobia, explica el desplazamiento del Partido de los Trabajadores, ese que en 12 años sacó a 30 millones de brasileños de la pobreza, y la proscripción de su líder Lula. Una historia, como la Argentina, quizás más, plagada de violencias, injusticias, miedos y autoritarismos pequeños y grandes, del patrón de hacienda en el nordeste a su campesino descendiente de esclavo, del minero en Amazonia al aborigen ancestral, del capataz en el Minas Gerais al “boia fría” recién llegado, del dueño de fábrica en San Pablo al peón explotado, del nuevo rico en Río de Janeiro a su vecino afavelado, del yuppie financista al sin tierra, del burócrata al sin techo, del policía al travesti, del marido golpeador a la madre castigada, del pequeño comerciante al que no tiene para comprarle, de los que lincharon al migrante venezolano el mes pasado y los que no hicieron nada para impedirlo. Odios, abusos, humillaciones que demasiados ignoran o toleran, por conveniencia, miedo o comodidad”, escribió en MedioExtremo.com.
Un análisis de las elecciones en Brasil publicada el domingo pasado en el Washington Post que apoda a Bolsonaro “El Trump del Trópico” y lo caracteriza como un conservador militarista que se mantuvo casi dos décadas en el congreso brasileño gracias al apoyo de los sectores más marginales de la política. Con el diario del lunes puede verse que esas esquirlas perdidas de la derecha, más una enorme masa que votó contra el sistema político, le dieron un capital que arrasó con partidos tradicionales como el de Henrique Cardoso, que inauguró la democracia brasileña en 1985.
El perfil del Washington post también señala que Bolsonaro se conectó con sus seguidores a través de las redes sociales –de hecho, fue ínfima la publicidad que tuvo en grandes medios como O Globo, y compara (porque el periódico estadounidense busca los parecidos con Donald Trump): “En agosto, el hijo de Bolsonaro –Eduardo Bolsonaro, quien opera como apoderado político del mismo modo que lo hacía el hijo mayor de Trump– tuiteó una fotografía desde Nueva York junto con el ex asesor de Trump Steve Bannon –uno de los abanderados de la derecha blanca supremacista de Estados Unidos, quien regenteó uno de los sitios que más contribuyó a la campaña republicana difundiendo noticias falsas que sembraron de odio y terror la elección: Breitbart.com.
En su tuit, el hijo de Bolsonaro –legislador que obtuvo uno de los mayores caudales de votos en San Pablo el domingo pasado– expresó en inglés: “Fue un placer conocer a Steve Bannon, el estratega de la campaña presidencial de Donald Trump”. Y agregó: “Tuvimos una gran conversación y compartimos nuestra visión del mundo. Me dijo que es un entusiasta de la campaña de Bolsonaro y estamos en contacto para unir fuerzas, en especial contra el marxismo cultural”.
El parecido de la campaña de Bolsonaro y Trump no se limita sólo al uso de redes, también abundaron las noticias falsas –se difundieron videos falsos que mostraban fraude en las urnas electrónicas durante la votación, además de fake news durante toda la campaña: desde las que aseguraban que si ganaba el PT se llevarían los niños a China, Rusia o donde sea que habitan los monstruos para la asustadiza burguesía brasileña, hasta denuncias de monumentales robos a manos de gángsters del PT.
Pero el examen de estos restos tampoco explica el abrumador triunfo de Bolsonaro.
Washington, compañero de esta redacción, quien estaba en un barrio seguro de Río de Janeiro durante las elecciones, a metros de la casa-búnker de campaña de Bolsonaro, vio no sólo a blancos adinerados festejar el resultado que hasta entrada la noche del domingo parecía colocar a Bolsonaro en el palacio de Planalto en primera vuelta. Allí también había gente de clase media y personal doméstico que lo había atendido en el hotel. En la euforia se leía –por parte de esos pobres enfiestados– el entusiasmo por haber vencido de algún modo a un sistema político al que acusaban de todos sus males.
Con Bolsonaro también se termina –como sucedió con Trump o el Brexit– el discurso de la corrección política. En su extensa crónica desde Río de Janeiro para revista Crisis, Mario Santucho, quien se refiere a un golpe dentro de un golpe, recogió este comentario “Bolsonaro es tosco y no mide sus palabras, pero es el único de los candidatos a presidente que parece ser auténtico. Dice sin pelos en la lengua lo que las personas hablan a escondidas”. Termina esas líneas, luego de describir el proceso electoral que puso a Bolsonaro a centímetros de la presidencia, preguntándose “de qué se habla cuando se habla de democracia”.
Ninguno de esos análisis, los mismos que sirven para examinar los restos del desastre, omiten que las elecciones se hicieron en el marco de un golpe político que sacó de la presidencia a Dilma en 2016, que el presidente actual –uno de los mandatarios con menor apoyo de la historia, apenas un 5 por ciento– era, ni más ni menos, el vicepresidente de Dilma Rousseff, y que un golpe judicial perpetrado por el juez federal Sergio Moro puso preso al principal candidato del país, Lula Da Silva, basado en la convicción de que el ex presidente habría cometido un delito, pero sin prueba alguna.
Hay un momento de la crónica de Santucho en la que el narrador se adentra en Ciudad de Dios, la favela de Río famosa por su retrato en el cine. Allí, guiado por dirigentes de izquierda, el periodista escribe: “Cuando le pregunto cómo ve la batalla presidencial, dice que los gobiernos del PT fueron los mejores que vivió pero las mejorías fueron migajas y no cambió nada realmente. Recuerda cuando en 2006 trajeron a Lula. ‘Miles de personas aquí adentro, desbordaba, tuvimos que cortar la avenida, había mucha esperanza’. El balance que trasmite es durísimo: ‘A mi me parece que Lula terminó siendo como el capataz bueno de la Casa Grande, que le tiraba migajas a la senzala’“.
Brasil tiene unos 210 millones de habitantes, más de cinco veces la cantidad de Argentina, y un territorio que casi la cuatriplica. El PSL (Partido Social Liberal), conservador y derechista, fue desde su fundación en 1994, una agrupación marginal, Bolsonaro desembarcó en ese partido este mismo año, es el noveno partido al que se asocia desde que comenzara su carrera política como concejal en 1989. El impulso que le dio Bolsonaro al PSL en estas elecciones –dejando totalmente fuera de combate a fuerzas históricas de la democracia, como el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), al que pertenece Geraldo Alckmin, candidato del establishment y mimado de los grandes medios que no llegó ni al 5 por ciento en los comicios del domingo– hizo que personajes antes identificados como el lumpenaje alcanzaran cifras de votos y cargos políticos que dejarían a cualquiera pasmado, como Alexandre Frota, ex actor porno (y sí, ese es su apellido), quien fue uno de los diputados más votados de San Pablo, autodefinido como de extrema derecha y enrolado en los que se llama Escuela sin Partido, una agrupación antipolítica que militó el juicio político a Dilma hace dos años. Frota debió afrontar juicios que le pusieron Chico Buarque y Gilberto Gil por daño moral y, cuando Bolsonaro le dio su apoyo este año a través de un video en YouTube (esa red y WhatsApp fueron lo más usado por el PSL durante la campaña), lo propuso también como ministro de Cultura.
Esa, que es a todas luces una provocación, define lo que Bolsonaro sabe que se espera de él. Un candidato capaz de meter bala y hacer de esa violencia un testimonio explícito de su ideología, que no es otra que el porno: la satisfacción de una necesidad a través de una fantasía de lo real.

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