Botella al mar
Adiós, Hemingway, la última novelita policial del cubano Leonardo Padura Fuentes, es un ajuste de cuentas. El tipo de cuentas que un escritor ajusta con otro pero, también, el del hijo con el padre. Un viento huracanado desentierra los huesos de un hombre entre las raíces de un añoso árbol de Finca Vigía, la residencia de Hemingway en La Habana, y el ex detective de la policía cubana Mario Conde vuelve a calzarse los hábitos para averiguar si el viejo Jemingüéy fue capaz de cargarse a un hombre entes de tragarse la munición de una escopeta y acabar con su propia vida. Pero no nos vayamos de tema: un ajuste de cuentas es también un reencuentro y el brindis es la celebración de un reencuentro, un gesto con el que se reconoce una partida, una ausencia y se ofrenda, se brinda en ello, un saludo que podría ser el último. Como el fin de la inocencia, en el que el niño avizora la sombra de su misma ausencia, el brindis señala todo eso que ignoramos y no tenemos más remedio que esperar pero, sobre todo, señala la dichosa decisión de esperarlo con la copa en alto.
Adiós, Hemingway, es también el relato de la relación amor-odio de Padura Fuentes-Hemingway y del doble exilio de ambos escritores. El primero: extranjero en su propio país, vive en las desencantadas ruinas del paraíso que no fue. El segundo, acosado por una vejez que lo volvía ajeno a todo aquello que había postulado de la vida. Cierto, es un relato lleno de ron, de calles calientes bajo el sol caribeño y del recuerdo de personas que cruzaron el mar. Un relato que termina con un extraño brindis en el que un grupo de amigos arrojan al océano una botella que lleva un mensaje para el camarada que acaso contempla esas mismas aguas borrascosas en la costa del otro lado. La botella lleva, además, un blúmer negro que usó Ava Gardner, robado de Finca Vigía, que resume la húmeda lujuria con el que suelen empaparse todos los recuerdos por los que vale la pena brindar.
Blanco y negro
El Rata (versión vernácula de Pickup on South Street, de 1953), The Naked Kiss (El beso desnudo, de 1964), Shock Corridor (Delirio de pasiones, de 1963) o The Big Red One (alguna vez programada en Sábados de Súper Acción como Más allá de la gloria, de 1980), son algunos de los maravillosos films del magistral e inclasificable Samuel Fuller (1912-1993), director de cine, soldado en la Segunda Guerra y en Corea, hoy revisitado autor de culto al que muchos conocieron a mediados de los 80, cuando en la película El estado de las cosas, de Wim Wenders, bromeaba: “La vida es en colores, pero el blanco y negro es más realista”.
Conociendo la filmografía de Fuller, en cuyas películas algo del pasado flota en el ambiente hasta inundarlo y desencajar el mundo en el que viven sus protagonistas, quienes parecen recitar por lo bajo estas últimas líneas de Diana Bellessi: “Adónde voy volviendo yo/ que siempre quiero/ irme a otra parte”; conociendo los films de Fuller, decía, cabe inferir que cuando dice “realista” quiere decir “real”. O sea: el recurso del blanco y negro, que simula antes el clima de un ambiente que su escena al natural, dota a las cosas de una realidad que los colores de la percepción habitual desconocen.
Si estas líneas buscan desde hace rato entre los argumentos de la ficción (es decir, los argumentos de una verdad que prefiere el disfraz) una definición del brindis, la frase de Fuller en la película de Wenders es una pista.
El brindis es acaso ese momento que se aísla del encuentro, en el que la escena “natural” del encuentro fue transfigurada y en cuya realidad se agitan los viejos fantasmas que vienen a azuzar un presente hecho de huellas (pasadas, futuras: huellas de algo pendiente o de algo inminente). Este aislamiento que es entonces el brindis, esta huella que halla en el vino una superficie hecha de deslices y de espejismos, necesita de un recurso, una “maniera” que dote al verdadero motivo de la reunión de una realidad que rara vez coincide con el momento. Ese recurso es una suerte de reducción estilística al juego de luces y sombras, al blanco y negro con el que se apuran los matices de la realidad y el brindis parece recoger.
Si la vida es en colores, el brindis, en ese blanco y negro con el que sella la expectativa y el recuerdo, es la resaca del color: su precipitado más intenso, el simulacro según el cual las cosas no son lo que aparentan y, menos aún, lo que muestran. De ahí aquello de que brindar con la copa vacía rompe el conjuro.
Territorio ocupado
Un atardecer de octubre de 1939, ya iniciada la Segunda Guerra, Ernst Jünger anota en sus diarios una sentencia, acaso moderna, pero de inspiración latina, que dice: “Al mar no lo conoce nadie que no haya nadado con Neptuno”. No es la única frase sin fondo del libro, que abunda en sospechas sobre lo insondable de una época de dimensiones titánicas.
En esas páginas, anotadas ese mismo año (y, como el mismo Jünger declaró, corregidas más tarde para el libro), el autor describe el avance al mando de la retaguardia del ejército de ocupación alemán sobre Francia. A un costado del camino, entre pueblos arrasados y abandonados, la tropa marchaba a través de un improvisado cementerio de botellas de vino y champaña que habían vaciado los soldados que iban al frente. Jünger, que había sido oficial en la Primera Guerra, recuerda que veinticinco años atrás se había encontrado con un paisaje similar.
Más adelante, en el periplo que describe el diario, el autor narra el encuentro con prisioneros franceses delegados por otra división alemana. Entre los cautivos hay un sargento marsellés unos treinta años mayor que Jünger que combatió en la guerra de 1880, en la Primera y ahora en esta. El hombre, un panadero con nietos en Marsella, recuerda el tiempo muerto en las trincheras de la guerra del 14 y Jünger, que agotó esas horas –tal como lo narrara en Tempestades de acero– leyendo clásicos latinos, le propone descorchar algunas de las botellas de vino del sótano de la casa que ocupan en un pequeño pueblo al norte de Francia (“El guerrero tiene derecho a ser huésped de todos los hogares y éste es uno de los más bellos privilegios que le concede el estamento a que pertenece. Únicamente con el perseguido, con el sufriente, comparte el guerrero ese privilegio”, se explica el autor en una entrada del 23 de mayo de 1940).
El prisionero y su celador brindan durante la charla de esa noche en que reviven las escenas de viejas batallas. Sin embargo, no es necesariamente un acercamiento lo que trae el brindis. Es decir: en esa casa ocupada, en ese territorio ocupado, el cautivo y el soldado usurpador establecen una distancia menos entre sí que entre las circunstancias que los reunieron; como si sus conciencias, adobadas por el vino, recorrieran extrañadas sus propios rincones. “Deben existir muchos estados de conciencia separados por membranas –anota Jünger–, membranas que atravesamos en la embriaguez”.
La corona y la errancia
Influido por Caravaggio, según el difunto especialista en el museo del Prado Eugenio D’Ors, Diego Velázquez pintó “Los borrachos” o “El triunfo de Baco”, un óleo sobre lienzo de 1629. Si bien la sensual desnudez de Baco señala su aires divinos, los códigos del barroco español no son tan categóricos como los del renacimiento, de modo que la pintura, en la que Baco corona con hojas de vid a un bebedor, al que rodean otros cinco bebedores más, uno de ellos ya coronado y cuatro que esperan su turno, mientras un décimo personaje se acerca al grupo divertido, también pasa por una reunión en una taberna entre bribones y soldados, un cuadro sencillo en el que sólo la desnudez de Baco y su joven acompañante –desprovisto también de ropas– hacen pensar en un tema mitológico. De ahí el doble título de la obra: “El triunfo de Baco” o “Los borrachos”.
En la escena, el dios romano alza su copa de vidrio cargada de vino y propone un brindis.
Por qué el brindis es acaso el gran fuera de campo del cuadro, es decir, el velado punto de origen de su misterio. A su vez, el mismo “por qué” del brindis se muestra en la precaria y alegre conciencia de los bebedores: algo se ha ausentado y ellos están allí para celebrar no ya su encuentro, sino su permanencia, su reunión que, de algún modo, es como decir su enajenación.
Según la historia, Baco –Dionisos en la mitología griega–, hijo de Júpiter y Semele, era un vagabundo que sembró el orbe de viñas. Pero su errancia no obedecía tanto a su voluntad como a la demencia que le infundiera Hera, quien había competido con Semele por los favores de Júpiter.
En ese sentido, el brindis de Baco en el cuadro de Velázquez puede contemplarse también como una celebración de la errancia: un alto en el camino para coronar una suerte de locura que desnuda a los hombres para que, en su extravío, lleguen a conocerse.
Según una remota sentencia latina, “No conoce el mar quien no haya navegado con Neptuno”. Lo mismo podría decirse del vino: no lo conoce quien no haya brindado con Baco.
Desencuentro y despojo
“Y ahora nuestro amor es el fantasma que jugaba al anfitrión del más remanido de los pecados”, dice la línea de la letra de John Hiatt que interpreta Willie Nelson en “The most unoriginal sin”: “Una manzana a medio comer o toda la Capilla Sixtina pintada en la cabeza de un alfiler”. Se dijo, sí, que las canciones populares –sean del tango, el folclore o el country–, aludían en más de una ocasión al brindis como encuentro, como gesto melancólico y solitario: con la copa en la mano, un cowboy le hace señas a lo que pudo haber sido y flota para siempre en el horizonte como un espejismo; que un brindis, en definitiva, iba en pos de cierta sustancia, amarga o feliz, pero algo con lo que llenar el cáliz.
“Hermano, una vez que empezaste –dice Nelson en la canción de Hiatt–, una vez que el verdadero amor terminó, empezás a hacerlo una y otra vez. Así que esta noche voy a brindar con cualquiera que se me acerque por el más remanido de los pecados”.
Sí, ese pecado tan poco original, que las líneas de la canción saben amplificar a fuerza de imágenes contradictorias y zumbantes –el Vaticano reducido a un remache, una fruta despreciada, el cadáver del amor–, no es otro que la infidelidad: un pequeño tropiezo y el entero edificio del amor se vuelve polvo y piel reseca, como reza en la primera estrofa. Porque la canción es un momento, el más intenso, en el que ese tropezón adquiere el carácter y el volumen de una mácula con la que es medido el mundo. Ni más cierto, ni ficticio, sencillamente desproporcionado, como el entusiasmo de los borrachos domésticos.
Y luego, ese brindis: “Así que esta noche voy a brindar con cualquiera que se me acerque por el más remanido de los pecados”. La frase bien podría referirse a que nuestro héroe desahuciado y caído levantará la copa con algún compañero ocasional que se ofrezca a compartir el desamor, el desamparo, la desidia. Pero no, dice antes que una vez perdido el amor verdadero, se revuelca una y otra vez en su propio charco. Dice, entonces, que esa noche va llenar de nuevo la copa y va agrandar la mácula.
He aquí una idea del brindis como desperdicio, como anti-brindis: desencuentro y desecho. Un saludo que enmudece y despoja, un trago que agranda la sed.
Ceremonia encantada
Paolo Conte nació en Asti, Piemonte, hace sesenta y ocho años. Como las uvas Barbera de la región, sus canciones tienen ese brillo tornasolado, capaz de esmaltar un momento, una época, con el resplandor de una ausencia.
Embriagadas de una melancolía milonguera, las mujeres de las canciones de Conte se alejan moviendo rápido los pies en la pista de baile, mientras juegan a la niña descarriada que lame en el champaña las promesas pretéritas (“Soy una mujer caliente, como suelen decir, que es arrastrada mar adentro sin piedad, que no sabe nadar ni aprenderá”, proclama la dama de «Ho ballato di tutto»). La tradición portuaria, la del cabaret, la del jazz de los locos años 20, oscilan sobre el piano de Conte. Sus canciones son el testamento de un hombre que llegó tarde a los grandes acontecimientos y debió conformarse con los despojos de la fiesta. Canciones que, como las ruinas insuperables de Roma, renuevan la sensación de que todo está hecho, pero que aún así uno puede permitirse ese paseo sensual entre vestigios maravillosos. La mirada cínica, irónica y desencantada de Conte acompaña las escenas de sus mejores composiciones como un galante caballero empujado a una romería con una copa de vino en la mano. El lobby de un desvencijado hotel turco que conoció año mejores, el esplendor de los jardines colgantes de los Finzi-Contini ya pasados de moda, la conversación solitaria del trovador con su musa, como nos lo enseñan sus temas más entrañables, son también oraciones con las que el hombre se divierte a solas. Es decir, se distrae de su propia conmiseración con los paisajes que lo anticipan y lo escoltan. La tradición no es otra cosa.
Confundido por los más despistados como una suerte de Tom Waits italiano, por su timbre barítono de voz agujereada y salpicada de vino tinto, a Conte le gustan los disfraces. Sus discos son una babel peninsular y musical y, como en la parábola bíblica, evocan aquél idioma con el que iba a poseerse el mundo, devenido ahora un lenguaje del recuerdo y el encantamiento, mientras la melodía trae “una música dentro de la música”, según escuchamos en Elisir.
Como el brindis, el que conocemos en su forma más íntima, aquél en el que la copa y el elixir despliegan una máscara para hacer más fácil el camino de la verdad –según la vieja fórmula de Oscar Wilde–, las canciones de Conte unen la oración a la ceremonia. Así las palabras pronunciadas no son del todo nuestras, pero nos ofrecen un lugar de pertenencia.
La patria extranjera
Insomne, con la perspicacia chispeante de una copa de alcohol, entre 1918 y 1959 Raymond Chandler –de quien heredamos la imperfecta felicidad de un personaje llamado Philip Marlowe– escribió cartas, casi todas las noches.
Compiladas por el más exhaustivo de los biógrafos de Chandler, Frank McShane, y traducidas al castellano por César Aira, El simple arte de escribir reúne las cartas del autor de El sueño eterno o El largo adiós. Líneas que comulgan con la lúcida amargura de la noche y con el distraído conocimiento del bebedor, “come è fatto il sapere”, según la fórmula de Giacomo Leopardi.
Qué buscó Chandler en esas cartas –que se revuelcan en la desazón de su fama, en la insatisfacción de su matrimonio, en la espera infecunda de la inspiración– es imposible de saber. Aunque la prosa urgente de ese epistolario convoca una respuesta que podría postularse con las palabras del poeta Carlos Barral: “el vino santifica, en cierto modo diviniza, cambiando el ser del mundo por su haber debido ser”. Chandler lo dice en estos versos tempranos, entrañables e imperfectos: “Así, pues, por un breve espacio de la noche dejadme volver/ a aquel suave y magnífico futuro/ que no ha pasado,/ porque nunca ocurrió, y no obstante/ se ha perdido irremediablemente”
El 1° de enero de 1948, Chandler le escribe a Charles Morton: “Soy retraído con los extraños, una forma de timidez que el whisky curaba cuando todavía podía beberlo en las cantidades necesarias”. Chandler, que como Tennessee Williams sostenía el credo según el cual las personas que no beben no son confiables, porque seguro tienen algo que ocultar, le escribe el 24 de enero de 1949 a su editor británico Jamie Hamilton, en Londres: “Tengo en mente una inolvidable pequeña historia de unos amigos que visitaron Luxemburgo hace un par de años. Se alojaron en un muy lindo hotel, con comida y vino magníficos. La atmósfera era alegre, y había gente de casi todos los países de Europa. En dos mesas, sólo dos, había ingleses. En una, una pareja mayor, antes próspera, ahora no tanto. En la otra, un oficial de tanque desmovilizado, con su madre. En todas las mesas del comedor del hotel había botellas de vino, salvo en esas dos. Es una historia verídica. Los ingleses no podían permitirse el vino. Los que nunca se habían rendido tomaban agua para que los que los que se habían rendido pudieran tomar vino”.
Aunque en 1949 estaban frescos aún los desolados paisajes de la Segunda Guerra, no suena, o no debería sonar grato a oídos argentinos la devoción que Chandler exhibe para con los ingleses pero, salvando este detalle, la mínima historia del escritor infiere una nueva reflexión en torno al brindis: se brinda por los ausentes, por los que participan del brindis incluso cuando no comparten su júbilo y permanecen extranjeros a su patria. También la extranjería es una forma de celebrar una frontera, un espacio privado e íntimo, el mismo que reservaba Chandler todas las noches para su correspondencia y hoy puede leerse como un lejano brindis que festeja su embriagadora abstinencia social y nuestra felicidad.
Tierra y utopía
La tierra púrpura, novela del argentino William Henry Hudson, escrita en inglés y publicada en Londres en 1885, narra el periplo del ficticio británico Richard Lamb por la Banda Oriental alrededor de 1860. Perseguido por el padre de su esposa en Buenos Aires, Lamb sale a buscar un lugar donde establecerse del otro lado del río. Lo que encuentra, claro está, son aventuras que acompañan beligerantes gauchos orientales, criollas devotas de belleza inquietante, forajidos y caudillos que despliegan sus montoneras por un paisaje hermoso y lleno de batallas. En el capítulo V, Lamb se cruza con una colonia de caballeros ingleses que lo invitan a sumarse a una celebración flemática y perenne, alimentada con whisky y estimulantes palmadas en el hombro. Nuestro héroe brinda con estos compadres, a los que se siente en principio unido por su linaje, y los deja cuando duermen, envueltos en un halo etílico, sumidos en el desprecio por la tierra bárbara que habitan y convertidos en una turba fantochesca: sus narices enrojecidas asoman entre las mantas y exhalan un aire áspero, en el que aún flota el olor de la pólvora.
En el capítulo XX Lamb mata a un hombre y en el siguiente, en su huida, llega al rancho de John Carrickfergus –Don Juan para los locales, que no pueden pronunciar el nombre–, un escocés casado con una criolla, Candelaria, que cría a sus hijos entre el barro y la grasa que hierve en un gran caldero. “Hay que atenerse a la bebida nativa, dondequiera se encuentre uno –declara Carrickfergus–, aunque se trate de cerveza negra. Whisky en Escocia; en la Banda Oriental, caña”.
Si en el capítulo XX Lamb recibe su bautismo de fuego y sangre, en el XXI, en casa del escocés, nuestro héroe es iniciado en los secretos del barro, de cómo la tierra y la mugre libera y de cómo esa misma tierra invoca la querencia, una querencia secreta que nos vuelve extranjeros. Brindan con caña y es como si Lamb se sacudiera el patético encuentro con los ingleses: “Los niños sucios son niños sanos y felices –entona Carrickfergus–. En Inglaterra, si una abeja lo pica a uno, se le aplica tierra fresca para aliviar el dolor. Acá curamos toda clase de dolores con tierra. No soy religioso, pero recuerdo un milagro. El Salvador escupió en el suelo e hizo barro con la saliva para ungir los ojos del ciego, que vio de inmediato. ¿Qué significa eso? Un remedio común de la región, por supuesto. «Él» no necesitaba el barro, pero siguió la costumbre, lo mismo que en los demás milagros.”
Cuando Lamb abandona el rancho, Candelaria llora su suerte mientras lo despide. El inglés reflexiona al tiempo que se aleja: “Oh, civilización, con tu millón de convencionalismos, con la gazmoñería que marchita el alma y el cuerpo, la vana educación de los pequeños, las idas a la iglesia con las mejores ropas negras, el desnaturalizado fervor por la limpieza, el afiebrado esfuerzo tras un confort que no conforta el corazón, ¿serás un completo error?”
En toda la escena, más vasta y maravillosa, se oye también el eco del brindis, como el batido de puertas que inauguran un mundo nuevo. La tierra, el país perdido y añorado allende el mar, la utopía de la felicidad, pueden entreverse en el tintineo de las copas que brindan. No por nada las religiones más antiguas y las que nos acompañan hasta hoy ven en el éxtasis inducido del elixir la confirmación de un alma y la invitación al paraíso prometido. Un brindis también es una comunión que nos busca a través de un interlocutor.
Un pacto
“Un brindis es siempre un pacto, no brindes con extraños”, decía mi tía Paraskovia, mientras dejaba sus ojos celestes perdidos en una nebulosa indescifrable donde cabalgaban los jinetes tártaros que habían llegado a brindar con la sangre de sus mayores, allá en la blanca estepa rusa.
Mi padre, que aprendió a mentar el mundo en una mezcla beligerante de ruso y ucraniano, me contó esta historia, donde hay un brindis y acaso un extraño pacto. Me la contó, claro, sabiendo a medias que me la contaba, como si la historia llegara a través del vino y se narrara a sí misma en el sopor del alcohol. Como nos llegan la mayoría de las historias.
En aquél tiempo mi padre jugaba pelota paleta en el club Wanderers, en Paysandú. Alternaba en su equipo con el Pibe Bell y el Negro Espíndola. Una vez por mes, ahí al Wanderers, llegaban jugadores de Salto, de Montevideo, de Rivera o Tacuarembó y hacían torneos en los que apostaban. Entonces el Pibe y el Negro jugaban juntos, porque mi padre se abría, aunque iba a ver los partidos y compartía la cena en el club.
Un día el Pibe fue a la chacra de mi padre a decirle que jugara esa noche en un torneo con apuestas porque venía de Rocha un tal Dalmacio De los Santos que tenía fama de imbatible. Que sí, que no. Mi padre no jugaba, pero estaría esa noche ahí.
Esa noche, hasta el Negro le pidió que jugara por él. Que De los Santos era bueno y necesitaban alguien atrás que le pegara fuerte y con precisión. Mi padre miró el partido atrás de la reja.
De los Santos llegó con un muchacho de unos veintipico de años al que nombraba con un “Ché, botija” que parecía escupir por el agujero torcido de la boca. Fue el Negro o alguien que mi padre no recuerda el que adoptó también el seudónimo Chebotija para llamar al muchacho.
Chebotija jugaba adelante y mal. Si la pelota iba al tambor, Chebotija estaba frito. “Chambón”, “chivo”, le gritaron un par de veces desde el balcón del primer piso, tras el alambrado. Entonces De los Santos se calentó y agarró de una palada una bola que venía de aire y se la puso con toda intención en la espalda de Chebotija, que se dobló para atrás y cayó contra el piso de baldosas coloradas con el cuerpo arqueado. Dijo mi padre, que el Pibe, que estaba adelante, al lado del muchacho, vio que en medio de una mueca de dolor, Chebotija se reía. Con el poco aire que el golpe de la bola le había dejado, el tipo masculló una puteada inextricable que De los Santos recibió de pie, con los brazos en jarra sobre la cintura y la paleta tirada a un costado, en el hueco y estrepitoso silencio de la cancha.
El asunto pasó. De los Santos y Chebotija perdieron. A eso de las diez estaban cenando conejo en la cantina del Wanderers. Entonces el Pibe Bell, que se había sentado al lado de Chebotija, por esas cosas que cuesta explicar y salir airoso de la charla, en un cruce de miradas con el muchacho que no había dicho palabra, le acercó su vaso de vino para que brindaran. “No fue nada”, “tomátelo con calma”, vaya a saber, todo eso y nada quería decir aquél brindis que le propuso el Pibe a Chebotija.
A las once y media despidieron a De los Santos y su compañero en la puerta del club. Los dos se subieron a un viejo Austin del 40 con patente de Rocha y remontaron calle Leandro Gómez hacia la ruta.
A las dos de la mañana Chebotija tocó el timbre de la casa del Pibe. Que De los Santos lo había bajado del auto y se había vuelto caminando hasta la ciudad sin un centavo en el bolsillo. Que había sacado la dirección de la guía telefónica en la agencia de la Onda. Que lo hospedara por esa noche en su casa.
Toda esa noche el Pibe y Esther, su esposa, durmieron con un solo ojo mientras Chebotija dormía en un catre en la habitación de servicio que no se usaba porque el Pibe no podía pagar una empleada.
Al otro día el Pibe sacó de su bolsillo un par de billetes que había gando la noche anterior en el partido de pelota paleta y le dijo a Chebotija que con eso le alcanzaba para ir a Montevideo y tomar allá algún ómnibus a Rocha. No, si se lo permitía, Chebotija aprovecharía el día para ir a buscar a un primo que no veía desde la adolescencia y le habían dicho que estaba en Paysandú. El Pibe recordó aquella risa que serpenteó la mueca dolorida en la cara de Chebotija cuando cayó doblado de dolor en la cancha. Si fuera de noche, si hubiese estado tomando un poco de vino y lo entonara un poco la lucidez del alcohol, pensó el Pibe –se acuerda mi padre–, lo echaría a la mierda.
Chebotija volvió a la casa del Pibe para el mediodía. Esther, con el pie clavado contra la hoja abierta de la puerta, le dijo que su esposo no estaba, que volviera más tarde.
Como a las cinco de la tarde, cuando el Pibe ya había vuelto de la imprenta, la policía apareció por la casa. Buscaban a Chebotija. Habían encontrado a De los Santos en su Austin del 40, escondido allá en un monte contra el arroyo Sacra. Tenía la cabeza partida por el filo entarugado de una paleta. “La cabeza partida”, dijo el milico e ilustró la escena separando las palmas de sus manos como si fueran un par de alas cuando el Pibe preguntó si estaba muerto.
En la pieza de servicio, atrás de una mesita de luz descangallada, encontraron una billetera. No tenía plata, pero tenía las cédulas de identidad de Dalmacio Santiago De los Santos y de Carlos Wenceslao De los Santos, cuya foto no era otra que la del rostro de Chebotija, el hijo.
Al mes, el Pibe recibió una encomienda con una nota muy breve que le agradecía la pensión por una noche. Una botella de tres cuartos de vino argentino acompañaba la esquela, abajo, con la misma caligrafía infantil firmaba: “Chebotija”.
Sin muerte
Cuenta mi padre que un día, cuando era chico, descubrió con su hermano Boris que unos gitanos estaban robando verduras de la chacra de su padre, una discreta extensión de campo ondulado, a 20 kilómetros de Paysandú. Corrieron a decirle a mi abuelo –del que se dice que tocaba el violín junto a otros rusos y al cura de la parroquia San Francisco, que proveía el vino. Enterado, mi abuelo fue a pedir ayuda a su vecino más cercano, Vladimir Vesmertny, un bielorruso solitario, víctima de sus recuerdos en aquél campo abandonado. Y allá marcharon los dos a arreglar cuentas con el cacique gitano. Mi padre y Boris los seguían a escondidas. Era el mediodía, pero Vesmertny ya iba borracho.
El campamento gitano estaba en una hondonada del terreno y Boris y mi padre vieron descender a los dos rusos desde un promontorio donde se quebraba la cuchilla pedregosa. Vesmertny se tambaleaba y se reía mientras remontaba vaya a saber qué cosas revoleando las manos en el aire. Desaparecieron en el tumulto que salió a recibrilos del campamento. Al rato mi padre y su hermano escucharon música y una ráfaga de viento trajo el estallido de vidrios rotos. Bajaron. Tres o cuatro jóvenes gitanos los llevaron a la carpa del cacique. Allí estaba su padre sacándole música a un violín prestado y Vesmertny, parado al lado, aferrado a una botella de vino, cantaba con una voz maravillosa una canción que contaba una despedida en las calles de Lvov, la ciudad de mi abuelo. El cacique hablaba ruso. Se acercó a mi padre, lo tomó de los hombros y le dijo que había conocido a su padre en un largo éxodo por el suelo helado de la querida Rusia, cuando los asolaba uno de aquellos ejércitos –nunca se mencionó con precisión cuál, en qué año, en qué guerra. Ahora el cacique celebraba el casamiento de una de sus hijas nacida en América. Tres días duró aquella fiesta. Vesmertny se convirtió de a poco en la figura central. Cantó, bailó, hizo memoria en voz alta de las estepas heladas donde todos los mayores corrieron algún día. “Por la patria –bramó Vesmertny en ruso al tiempo que alzaba su copa, la última noche, el último brindis–, que vuelve en el vino”.
Cuando terminó la fiesta cargaron a Vesmertny ya inconsciente hasta el hospital. Murió en el camino, con una mueca sonriente en el rostro.
Dice mi padre que Vesmertny significa sin muerte. Difícil precisar a quién cargaron feliz aquél día rumbo al cementerio.
La copa de los padres
Que el brindis proviene del antiguo hábito griego adoptado por reyes y nobles, que en sus conciliábulos chocaban sus copas para asegurarse de que sus invitados no incurrieran en el muy difundido deporte de envenenar las bebidas, es una historia conocida por todos. Que el término inglés toast, que significa también tostado, proviene del hábito de echar una tostada de pan en el vino para quitarle la acidez y el vinagre incubado por el tiempo, es acaso una historia menos difundida, pero sabida al fin. Pero se me hace incierto que alguien sepa lo que mi tía Olga, emigrada de Rusia cuando tenía tres años, pensaba del brindis. Encerrada en la idea de que su padre había muerto comoconsecuencia de las muchas veces que había alzado su copa entre los inmigrantes rusos que solían acompañarlo con el violín, Olga se encerró también en su casa, donde lustraba los senderos de protland del jardín y guardaba en su envoltorio original tres cocinas de gas flamantes, mientras cocinaba sobre un reluciente primus de alcohol en un galponcito del patio.
Al aislamiento de Olga contribuyó su manía por la limpieza, mejor dicho, su feroz obsesión por el brillo: había que atravesar los caminitos del jardín de entrada con patines en los pies y, una vez en la casa, había que dejar las manos quietas, porque el menor amague de que uno iba a tocar alguno de los primorosos objetos del lugar Olga, interrumpiendo la disimulada queja en la que consistía su charla, manoteaba una franela con la que restablecer el brillo del elemento manoseado. El visitante, entonces, se bamboleaba entre los sentimientos que acusaban su intrusión y los que lo reducían a una porción de mugre pringosa y deslucida.
Sólo una parte de la familia merecía el buen recuerdo de Olga: su tía Ana, que residía, tan encerrada como ella, en una casa en las afueras de Fray Bentos. La tía Ana, como suele suceder con las personas mayores, se murió un día del año 1973. Como Olga no tenía teléfono, el primo Pedro, que entonces tenía ocho años, fue el encargado de llevarle la noticia. En bicicleta y apurado por deshacerse de una vez de su misión, Pedro llamó al portón de entrada de la casa de Olga y antes de que la tía terminara de deslizarse por el espejado sendero de cemento, le soltó todo lo que sabía: que velaban a la tía Ana, que se lo habían dicho en casa de la tía Sofía y que la esperaban. El “Chau, tía” lo agregó cuando ya corría por el camino de vuelta en la bicicleta.
Media hora más tarde Olga apareció por la casa de Sofía cargando una considerable caja de cartón y una botella de sidra. Dijo que Pedrito le había avisado que la tía Ana estaba allí y venía a brindar. Sofía, su esposo, mi padre y otros parientes le explicaron con el mayor de los tactos que no, que Ana había muerto, que Boris iba a viajar a Fray Bentos para el entierro. De hecho, fue Boris el que preguntó qué había en la caja. “Copas”, dijo Olga, que había entendido la noticia como otra de las habituales traiciones de su familia. Y agregó: “Copas compradas en Moscú”. “Pero –dijo alguien–, si vos no viajaste a Moscú, ¿o sí?” “Nuestros padres las trajeron”, dijo Olga, parada en la cocina, en el mismo lugar donde la detuvo la noticia. “Brindemos entonces”, sugirió Boris. “No es el momento”, dijo Olga. “Se brindaba para no morir”, dijo mi padre. “No es el momento”, repitió Olga. “Por la familia”, dijo alguien. “Bien –accedió Olga–, pero por la familia que hubo en estas copas”. Desembaló media docena de esbeltas copas de cristal, sirvió la sidra, brindó en silencio, bebió y arrojó la copa a sus espaldas. El cristal zumbó en el aire y estalló contra el piso, llenando la cocina de brillos tornasolados. Todos rompieron las copas. Media hora más tarde, Boris y Olga partieron hacia Fray Bentos y Sofía recogió los cristales rotos. Se reía.
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