Jueves 24 de febrero, 2011. Cerca del mediodía; en la cola del taller de la Inspección Técnica Vehicular, en Francia y Circunvalación. Hay un muchacho en un Peugeot 207 rural. Escucha un tema "romántico-latino" o algo peor: una música latosa sobre la que alguien —sin voz, sin una voz en la que "vaciar" (tomo el concepto de un ensayo de Link que leo mientras espero) lo que las canciones recogen de su historia, lo que las une a un cancionero, a sus intérpretes— se desgañita cantando "¡Abrázame y dime que me amas!" (sí, encima en ese tono coiffeurizado del español neutro de televisión latinoamericana). También bambolea la cabeza, en la que tiene unos lentes grandes y envolventes. De lejos parecen unos Rusty, tal vez hasta sean auténticos.
Me pregunto cómo y cuándo empezó este modo de exhibirse, esta jactancia y regodeo de y en lo vulgar. Porque tiendo a asumir —acaso equivocado y prejuicioso— que nadie más o menos educado como para acceder a ciertos bienes de consumo —el Peugeot, los Rusty o culaquier otra porquería que lleve encima— puede perder de ese modo todo recato y mostrarse tan ruidosamente envuelto en semejante adefesio de canción. Es más, nadie en esa posición puede ignorar que la música que escucha es un dechado grasiento de clichés de la peor calaña —y si lo ignora pertenecemos a especies distintas.
Porque esa música me suena entonces a cosa tribal —tribal degradada—, a cosa que es más importante por su estridencia que por lo que se deja escuchar. Es un acto impúdico: esa música es un ruido fabricado para el auto, para tronar desde el Peugeot, con el Peugeot, esa música es el lubricante de la movilidad social que el auto lleva fuera de la clase. Esa música entonces no es otra cosa que el alarido del bastardo social, el lumpenaje global 2.0.
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